‘Ad Astra’: al encuentro del Apocalipsis

“Un hombre es enviado en una odisea con la misión de aniquilar a un renegado y, durante el viaje, se enfrenta a oscuros rincones de la naturaleza humana”. Tal síntesis de la trama podría aplicarse por igual a Ad Astra, de James Gray, como a Apocalypse Now, la épica bélica de Francis Ford Coppola de 1979.

Y sí, ambos filmes tienen bastante terreno en común si se les mira en dichos términos generales. En el filme de Gray (The Lost City of Z), la Tierra y el sistema solar entero son amenazados por ondas de energía de origen desconocido, que desencadenan daños a la tecnología y accidentes por todo el planeta. Uno de los sobrevivientes, el Mayor Roy McBride (Brad Pitt), es informado por el Comando Espacial estadounidense “SpaceCom” sobre la verdad de estas ondas de energía: que podrían amenazar la estabilidad del sistema solar, y que provienen del Proyecto Lima, la expedición a Neptuno de su desaparecido padre, Clifford McBride (Tommy Lee Jones), para buscar vida inteligente en el espacio.

 

Con la noticia de que su padre podría estar vivo después de 30 años, Roy acepta la misión de viajar a Marte en un intento de establecer contacto con él. Sin embargo, más adelante, descubre que la verdadera misión es la captura de Clifford o su aniquilación como último recurso, por el bien de la humanidad. Así, él se vuelve para Roy lo que el Coronel Kurtz (Marlon Brando) fue para Willard (Martin Sheen) en Apocalypse Now, si dejamos de lado el nexo familiar. Es por este último que Ad Astra ha sido leída como el viaje de un hijo hacia el reencuentro con su padre distanciado; y luego, hacia la reconciliación con el hecho de que éste no lo quiso mucho en primer lugar.

Sin embargo, si  seguimos por la veta de Apocalypse, los paralelos con Ad Astra se acentúan tanto en los viajes de sus personajes por zonas de conflicto, como en el guión y la lectura de éste con nuestro contexto social como telón de fondo. Willard se adentra en lo más peligroso de la selva vietnamita y, en su trayecto hacia Kurtz, descubre el caos demencial que mueve la maquinaria de la guerra y cómo ésta, a su vez, se vuelve una puerta a un imparable descenso hacia la maldad. Willard encuentra en Kurtz no sólo un enemigo al que eliminar, sino un reflejo de la oscuridad a la que él mismo es susceptible de seguir sus pasos.

Kurtz, a su vez, es un hombre que ha sucumbido a los vicios de una improvisado culto militar, cuyos integrantes le consideran casi un dios, condición que él mismo ha abrazado tras haber presenciado los estragos de la guerra y el horror. “Tienes derecho a matarme… pero no tienes derecho a juzgarme”, dice el coronel en su icónico monólogo. “Es imposible describir lo necesario con palabras para quienes no conocen el significado del horror. El horror tiene rostro… y debes hacerlo tu amigo. El horror y el terror moral son tus amigos. Si no, entonces son enemigos a los cuales temer”.

 

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El coronel renegado es asesinado – sacrificado, nos dice el montaje – en pos de mantener el American Way. Aniquilada esta encarnación del horror en la que no quiere convertirse, Willard logra una costosa y paradójica catarsis: ha evitado el descenso a la locura, al convertirse él mismo en un asesino.

El destino de Clifford McBride en el espacio es distinto, incluso si las intenciones de SpaceCom hacia él son las mismas: se ha vuelto una amenaza para la humanidad debido a lo que ha visto. O no ha visto, como nos es revelado luego.

Clifford se obsesiona con desentrañar los misterios del espacio, lo que le da pie a abandonar a su familia sin remordimiento. Más adelante descubrimos los alcances de su determinación para seguir hasta las últimas consecuencias: cuando sus colaboradores abandonan la esperanza de hallar vida inteligente en el espacio, estos se amotinan en un intento de regresar con sus familias. McBride los somete y los asesina.

Ad Astra, en tanto, nos demuestra que tal como Willard se ve a sí mismo convirtiéndose en Kurtz, Roy se encuentra en el mismo camino que su padre: un hombre frío, dedicado a la ciencia y el conocimiento del cosmos, a costa de sus lazos afectivos en la Tierra. Sin embargo, Roy también es capaz de reflexionar sobre sí mismo luego de las instancias en que es orillado a la violencia, y luego, en un periodo de prolongada soledad.

Sin embargo, la gran revelación no es que Clifford haya abrazado el horror bélico para convertirse en un genocida. Las ondas de energía no son más que producto de su nave dañada por el amotinamiento.

El suyo es un horror menos terrenal y más cósmico: no ha hallado posibilidad alguna de otras formas de vida inteligente en el universo. Ante la indiferencia del cosmos, la humanidad está sola y abandonada en su roca del sistema solar. Es un horror demasiado grande para soportar, por lo que necesita seguir contra toda evidencia de la futilidad de su misión.

Es así como Roy encuentra su Kurtz en su propio padre: ha emprendido su propio viaje dantesco hacia este conocimiento desesperanzador y, en lugar de abrazar la muerte como su padre, decide vivir, en todo sentido de la palabra. La conclusión del filme lo ve reconectar con su abandonada esposa (Liv Tyler), con quien nunca pudo identificarse espiritualmente en el pasado.

¿Debemos desestimar a Ad Astra por sus similitudes estructurales con Apocalypse Now? No, y por el contrario, al revestirlas de ciencia ficción nos plantea preguntas de carácter espiritual que resultan relevantes ante el posible escenario de un inminente cataclismo. ¿Qué hemos perseguido como especie, que nos ha costado nuestra humanidad? De enfrentarnos, como Roy, al conocimiento de un cosmos inhóspito para la raza humana, ¿hemos de convertirnos en ambiciosos “devoradores de mundos”, como él nos describe? O quizá, como él, encontraremos en la desolación una esperanza en la forma de la más terrenal de las existencias.

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