El imaginario del Señor Terry Gilliam o pequeña guía para disfrutar El hombre que mató a Don Quijote

El hombre que mató a Don Quijote quizá no sea la mejor película de Terry Gilliam, pero es consistente del todo con sus obsesiones personales.

Por Luis Jurado

Es difícil creer que sea el mismo Terry Gilliam que podías ver haciendo estupideces con el mitológico grupo de comedia inglés, Monty Python.

Precisamente, con ellos empezó su carrera como director, primero porque realizaba unas sui géneris animaciones en las que ya podían verse ciertas preferencias que con el tiempo se volverían su sello característico y después, al tomar la batuta de sus propias incursiones cinematográficas.

Es así que pueden rastrearse sus fijaciones personales en casi cada una de sus obras. Y esto es más que evidente en su última realización.

Empezando con su gusto por las historias clásicas o mitológicas, ubicadas en una extraña versión del pasado, las cuales se ha dedicado a reinventar y parodiar en innumerables ocasiones. Monty Python and the Holy Grail (1975, codirigida por Terry Jones) cuenta la cruzada del Rey Arturo y sus caballeros por encontrar el Santo Grial que Jesucristo usó en la última cena.

Jabberwocky (1977), su primera cinta en solitario, narra la lucha de un caballero contra un dragón que se ha encargado de diezmar a un pueblo entero.

En este trabajo primigenio, ya se observa la estética abigarrada y sucia, característica de sus filmes, parecida a la de su versión de Don Quijote. Esto se repite en Time Bandits (1981), The Adventures of Baron Munchausen (1988) y en The Brothers Grimm (2005), la cual, dicho sea de paso, es quizá más terrible que su última producción.

La fascinación hacia el cineasta francés, Georges Méliès, quien tiene nada más y nada menos que el honor de ser considerado el padre de los efectos especiales en el cine, es otra de sus constantes.

(Puedes leer nuestra reseña de El hombre que mató a Don Quijote aquí).

Mago profesional e ilusionista, Méliès vio en el entonces recién nacido cinematógrafo, una posibilidad para llevar a cabo engaños muy elaborados e imposibles de recrear en un teatro.

Los trucos de edición, las sobreexposiciones, la coloración (a mano), la animación cuadro por cuadro e incluso una muy primitiva sincronización de sonido, fueron de las pequeñeces que implementaba el señor para impresionar a su público.

Sin embargo, además de por su aportación al arte cinematográfico, se le recuerda por sus excéntricas películas y su hermosamente teatral puesta en escena.

En The Adventures of Baron Munchausen, Gilliam utiliza decorados abiertamente inspirados en los del francés (que también realizó una versión de las mismas narraciones) y que son homenajeados de igual manera, en muchas de sus animaciones para el programa Monty Python’s Flying Circus, en los años 70 y en algunas escenas de The Zero Theorem (2013). Esto también, en menor medida, se encuentra en algunas escenografías de El hombre que mató a Don Quijote.

Pero no solamente tomó de este señor su estética particular sino también lo absurdo y excéntrico de sus historias, como los viajes a través del tiempo de Time Bandits y Twelve Monkeys (1995), o los saltos de la realidad a la fantasía y viceversa que minan todo su cine, incluyendo Fear and Loathing in Las Vegas (1988), The Fisher King (1991) y Tideland (2005), sus trabajos más naturalistas (ninguno de sus filmes puede considerarse “realista”).

Para él, el mundo consciente es una pesadilla y la única manera de escapar es por medio de la imaginación. Esto ocurre en El hombre que mató a Don Quijote y en su opus magnum, Brazil (1985), en las que sus héroes, literalmente deciden volverse locos para no saber nada más de sus desgraciados destinos.

Lo curioso es que en The Fisher King, el viaje es a la inversa y sus protagonistas escapan de la imaginación para poder ser felices. En su cuasi incompleta The Imaginarium of Doctor Parnassus (2009), los personajes usan un portal para realizar estos brincos entre la existencia física y la imaginaria, en este caso para detener a un criminal, algo similar a lo ocurrido en Time Bandits, en la que un niño persigue a unos enanos que usan un túnel temporal para robar objetos valiosos en diferentes etapas de la historia.

Y en la ya mencionada en The Zero Theorem, un hombre usa un traje de realidad virtual para poder entrar en un software desarrollado y encontrar el sinsentido de la vida.

Por cierto, como había adelantado un poco en el párrafo anterior, la locura y los locos son otra de sus constantes. En El hombre que mató a Don Quijote esto prácticamente se vuelve el tema central, encarnada esta, obviamente, en la figura del zapatero que se cree el personaje de la novela de Cervantes.

Los locos son seres recurrentes de su filmografía, se les puede ver en casi todos sus trabajos, muy especialmente en Twelve Monkeys, de la que gran parte del metraje ocurre en un manicomio.

Para Gilliam, estas personas no pueden ser malvadas sino que son entidades puras, sin malicia y que siempre están atrapadas en un plano entre la felicidad y la tristeza.

La crítica a la sociedad, la burocracia y la política, es evidente en todas sus obras. No existe para él una sola institución que sea respetable (en El hombre que mató a Don Quijote la parodia señala al mundo del cine, quizá la última que le faltaba).

Se ha burlado de la educación, el periodismo, el comercio, la corrupción, incluso de la iglesia, algo muy común en la comedia de Monty Python, pero a diferencia de ellos, que se mofaban de sus convenciones, Gilliam más bien se centra en la ausencia de un poder divino.

Serían interminables los ejemplos, ya que absolutamente toda su obra está plagada de esto, hasta su cortometraje The Crimson Permanent Assurance (1983), incluido como apertura de Monty Python’s The Meaning of Life (1983, Terry Jones).

Narra la historia de un grupo de ancianos contadores que son esclavizados por una corporación norteamericana, por lo que se amotinan contra ellos y comienzan una carrera como piratas, embarcándose literalmente en los siete mares de las finanzas internacionales, para llegar a robar todos los balances financieros de Wall Street. Obviamente, se trata de una salvaje sátira del capitalismo.

En esta pequeña obra maestra (muchos consideran a esta minúscula película el mejor cortometraje de la historia) están presentes ya, todas las preocupaciones estéticas y formales del realizador.

Está su particular y pulcro acabado visual, la cuidadosa fotografía, los muy elaborados efectos visuales, así como su estrafalario y surealista sentido del humor.

Para Terry, lo cotidiano puede ser lo más extraordinario, como el edificio que es empleado como barco por los viejos piratas, que además usan bastones, paraguas y objetos de oficina diversos como armas – ¡esos geniales cañones de archiveros!

Y por supuesto, los molinos de viento que semejan gigantes, con los que lucha su Quijote, que son sustituidos casi al final de la cinta por las hélices de unos generadores eolíticos.

También en este corto, se puede ver el principal elemento de toda su filmografía y que es, evidentemente, el motivo de su último filme: La novela clásica de Miguel de Cervantes Saavedra: Don Quijote de La Mancha.

Todos sus personajes son como el “caballero de la triste figura”, seres inocentes, enajenados por la locura que utilizan para poder hacer frente a la dura realidad.

El Quijote se ha vuelto el epítome de la lucha contra la adversidad, por la realización de los sueños. Esa pelea delirante contra la existencia es el leitmotiv de todos los seres que pueblan sus filmes, sean estos un enloquecido Barón Munchausen que afirma haber vencido a la muerte y llegado a la luna, un vagabundo que cree ser un caballero en busca del Santo Grial, un burócrata enamorado de la hermosa rebelde o un viajero del tiempo enviado a detener al ejército de los 12 monos.

Era evidente que en algún momento, el cineasta recrearía el clásico literario que tanto le obsesiona. Lo intentó durante muchísimo tiempo, primero, en el año 2000, después en el 2010, posteriormente lo trataría nuevamente en 2015, para por fin, 27 años después del inicio de su planeación (comenzó su preproducción en 1991), estrenarlo comercialmente, por desgracia, con muy mala fortuna.

Sin duda, él mismo se ha transformado en un Quijote al luchar contra los molinos de viento que son los ejecutivos cinematográficos, para sacar adelante sus cada vez más escasos proyectos, desde los tiempos en que realizó la adaptación del Baron Munchausen.

El hombre que mató a Don Quijote, su última obra es quizá la más pasional de todas, ya que la aprovecha para, de forma muy sutil, reflejar su pelea personal para sacar adelante este trabajo. En él se puede ver el incendio de sus sets, lo cruel de sus inversionistas o los problemas que tuvo para crear gigantes creíbles. Y aunque muy fallida, es una obra indispensable para poder entender a su autor.

Terry Gilliam ha dejado atrás sus mejores días, eso quizá sea cierto. Lo demuestra El hombre que mató a Don Quijote. Ninguno de sus trabajos, después del 2000, ha estado a la altura de los primeros, sin embargo, pertenece a una muy pequeña lista de artistas que han intentado todo por llevar a la pantalla su propia visión del mundo.

Aunque quizá su más reciente filme no llega ni siquiera a estar a la altura de sus peores momentos, hay que reconocer que el cineasta anglo-norteamericano es mucho más creativo e inteligente que cualquiera de los que hoy en día son aplaudidos en festivales de cine y triunfan en la taquilla, solo por el hecho de doblar las manos y hacer lo que les piden los estudios.

Un ejemplo sería Tim Burton, quien después de comenzar una carrera sólida, parecida hasta temáticamente a la de Gilliam, se rindió a las necesidades del mercado. O Gillermo del Toro, que tras el fracaso de Hellboy II: The Golden Army (2008) se ha dedicado a reciclar lo que había hecho en sus filmes españoles.

El ex Monty Phyton por el contrario, ha decidido emprender una (quijotesca) cruzada para poder hacer lo que le venga en gana, algo que sólo se ha visto en gente como Orson Welles.

Este último, aparece hablando con Ed Wood, en la biografía que hizo Burton en 1994, sobre el llamado “peor director del mundo”. En esta escena imaginaria, Welles le cuenta a Wood que está molesto porque por tercera vez le han rechazado el presupuesto para su versión – irónicamente – de Don Quijote, y que se siente cansado.

El segundo le pregunta si vale la pena el esfuerzo y el primero le contesta: “Merece la pena luchar por los propios sueños, ¿por qué pasarse la vida realizando los sueños de otros?”.

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