La vida de calabacín: Una joya para los amantes del stop motion














En el que representa el primer largometraje de Claude Barras, seguimos los pasos de un pequeño niño que, luego de perder a su madre, ingresa a una casa hogar en donde deberá aprender a superar la tristeza y el dolor entre niños que tienen sus tragedias particulares.

Como suele suceder con este tipo de producciones, lo primero que destaca es que está realizada con stop motion, una técnica tradicional que inherentemente se acompaña de una enorme carga de humanidad. Sin embargo, y para mayor sorpresa de todos, esto pasa a segundo término en el mejor de los sentidos, pues su manufactura casi artesanal está al servicio de un relato cuya encantadora espontaneidad sustenta una serie de códigos de lenguaje y comportamiento, que en todo momento nos remite a la mirada de los niños.

Pero eso es sólo una parte de los atributos de esta coproducción entre Suiza y Francia. La cinta encuentra el virtuosismo de la simpleza y lo utiliza como herramienta para desarrollar una emotiva pero inteligente reflexión sobre la orfandad, revestida de un tono que le asemeja a una especie de cuento agridulce, con pequeños toques de humor y salpicado de implicaciones sociales que nunca caen en la obviedad o en lo panfleto.

Es la suma de estos elementos más la propuesta visual basada en los trazos juguetones y honestos de los dibujos infantiles –el diseño de personajes puede llegar a resultar un tanto rígido, pero igualmente evita los convencionalismos para encontrar una encantadora identidad–, lo que hace que La vida de Calabacín vaya más allá de su formato y deba considerse no sólo como una verdadera joya de la animación, sino del cine en general.

Basada en la novela Autobiographie d’une Courgette, original de Gilles París, se trata de una imaginativa pieza que equilibra a la perfección fondo y forma. Además, evita el melodrama y por si fuera poco dura exactamente lo que necesita, ahorrándose innecesarias pretensiones.

Así queda claro el por qué el premio Oscar a Mejor película animada debió quedar entre ella o esa otra maravilla llamada Kubo. Afortunadamente, en otras ceremonias no pasaron desapercibidos sus logros como en el Festival de San Sebastián, donde se hizo del Premio del público a Mejor filme europeo.

VEREDICTO: Estamos ante una pieza fílmica poseedora de una gran honestidad y belleza que, a pesar de la ternura de su propuesta visual y la simpleza de los toques de humor incluidos, no deja de ser contundente en su trasfondo crítico y logra conectar con todo tipo de público.