Kaili Blues: Un film en donde predominan las emociones














Hablar de una pieza cinematográfica es, por supuesto, hablar de la construcción o deconstrucción de sentido. El significado que se va reproduciendo entre la pantalla y los ojos del espectador, a partir de un andamiaje técnico—llámese el armado o la destrucción de un lenguaje por parte, en este caso, del realizador fílmico—, es la base de cualquier representación en el séptimo arte.

Esta intención es directa y evidente en la ópera prima del joven poeta y cineasta chino Gan Bi. Titulada Kaili Blues: Canción del recuerdo (Lu bian ye can, 2015) es una película hermosa, aparentemente sencilla y sobre todo fresca, digna de la mirada más atenta que desee alejarse de cualquier cinefilia obsoleta; donde luz y movimiento, es decir, espacio y tiempo, son privilegiadamente puestos en evidencia.

Con guiños muy específicos a filmes de Apichatpong Weerasethakul y Abbas Kiarostami, Gan Bi propone un relato sencillo: el médico Chen (quien, se sugiere, posee un oscuro pasado) sale del pequeño poblado llamado Kaili por dos razones: para encontrar a su sobrino que ha sido “regalado” por el irresponsable hermano y entregar un obsequio al antiguo amor de su compañera en la clínica local. Quizá esto no diga mucho, aunque no necesita decirse más al respecto porque la fuerza de este largometraje reside en cómo se condensan poesía visual y sonora a partir del relato dando un resultado humilde, con todos los alcances positivos que el término acepte.

Kaili Blues es una película hipnótica que apela de manera tanto metafórica, como formal, a los motores sagrados que rigen nuestras vidas desde el último respiro del siglo XIX: Holy Motors (Carax, 2012) y The Magnificent Ambersons (Welles,1942). El viaje en motocicleta, los sonidos de viejos proyectores de cine, la fantasmal presencia de locomotoras modernas y, finalmente, relojes dibujados a mano señalan, obviamente, al tiempo mismo. El movimiento constante, de la cámara y de la acción (forma y contenido nunca separados), nos hacen conscientes de la magia  cinematográfica sin ser un intento de falso documental. Como un artista cinéfilo, Gan Bi no difumina el universo que está creando; es más, hace evidente el acto de creación y se reafirma como buen poeta, al igual que Tarkovski, quien esculpe el tiempo. Pero además se integra en una tradición asiática contemporánea quizá cercana a filmografías como las de los dramas de Takeshi Kitano, Hou Hsiao-hsien y Jia Zhang-Ke.

Quizá este largometraje cinéfilo sea un sueño que se sueña a sí mismo, el sutil encuentro entre la mitología popular de la provincia china y la mística tradicional de Oriente, a así parecen advertirlo. Las mentes que se funden en una sola, anunciadas por el proverbio budista que abre el filme, son reflejadas en la convergencia de la historia completa de los personajes. El pasado, presente y futuro de Chen, ocurren de manera simultánea ante nuestras miradas con la absoluta libertad de juguetear con encuadres poco convencionales e incluso con un plano secuencia de 40 minutos, que supone la joya de esta corona.

La superstición está romantizada por la cámara y acompañada, prácticamente, por un poemario del propio realizador, el cual, a su vez, está influenciado por completo por el budismo. Estos tres elementos toman en la película un lugar fundamental, provocando un efecto singular en el espectador, ya que incluso cada exhibición nos aparece como un filme distinto. Sin duda es parte de su magia.

La búsqueda que emprende Chen, de Kaili a Zhenyuan, tiene que ver con responsabilidad y humanidad por un lado. Por el otro, la lealtad a un amor que, sin importar la distancia, sí trascenderá el tiempo. Los movimientos de cámara que componen la película emulan el viaje mismo del protagonista, al igual que dan forma a los objetivos del mismo: recuperar a su sobrino y entregar un regalo.

Absolutamente todos los personajes que desfilan en Kaili Blues parecen compartir una memoria colectiva y una historia tan personal como íntima… De repente, sin mayor advertencia, éstos convergen y se funden entre sí en medio de los húmedos bosques de China, lejos de la modernidad de las metrópolis. Aquí la cotidianidad de la creencia pesa más que las certezas, así que, en un absoluto acto de fe, el filme prescinde de explicaciones y simplemente nos ofrece su panteísmo audiovisual, mismo que le da identidad, que le gana un estilo único.

Los objetos, al igual que los protagonistas, van de lugar en lugar, realizando el mismo recorrido que los seres humanos que los poseen, compartiendo sus antecedentes y, por ende, los sentimientos que los impregnan. Vivencias que, encarnadas en un rehilete, una camisa, una fotografía, una moto, etc., pasan de mano en mano hasta ser impresas en las pupilas del espectador. 

VEREDICTO 
Kaili Blues
es un universo concreto que contiene reglas particulares. Este cosmos, es decir, el mundo de Chen (o al menos las significaciones que él le da a su ambiente y con quienes interactúa), se va ordenando alrededor de las jornadas que presenta su historia. Gan Bi logró ahí la emancipación misma del sentido narrativo ganando algo mucho más grande para el séptimo arte: la transmisión/transfusión de un lenguaje en el que predominan las emociones.