La Obra Maestra Cine: ‘Taxi Driver’


Cuando se estrenó Taxi Driver, de Martin Scorsese, en febrero de 1976, su guionista Paul Schrader estaba encantado de ver la fila de la audiencia dando la vuelta a la manzana; después de todo, su película, lejos de ser fácil de vender, no había disfrutado de un viaje sencillo hasta la pantalla. Cuenta la leyenda que en un momento Columbia Pictures le tuvo tan poca confianza al director Martin Scorsese que antes de aceptar pagarla, Steven Spielberg tuvo que comprometerse a terminarla si Scorsese la regaba.

Pero el respiro inicial de Schrader por el éxito de taquilla de Taxi Driver se vio ensombrecido por una preocupación persistente: al fijarse bien en esas filas, vio a muchos jóvenes en chamarras de combate y cortes de pelo familiares; imitaban al antihéroe de la película, Travis Bickle. Ya se habían esparcido los rumores del espectacular acto sangriento de Bickle en el clímax, y a la vez sin comprender y reforzando cada punto que la película planteaba, estos jóvenes se sentían energizados por ello.

¿Pero qué esperaba Schrader? Él, con Scorsese y Robert De Niro habían creado un monstruo con quien era casi imposible no identificarse. No sorprende que a muchos les hayan parecido heroicas las acciones de Bickle, pues su defensa fue muy persuasiva.

Schrader escribió Taxi Driver desde lo profundo de su propia psique atormentada mientras se recuperaba de una úlcera gástrica. Su hospitalización se dio después de un matrimonio fallido, un romance fallido y un tiempo de vivir en su auto a dieta de alcohol y pornografía, que no es particularmente nutritiva. Inspirado por el intento de Arthur Bremer de asesinar al candidato presidencial George Wallace en 1972, Schrader incluyó en su historia su propia crisis existencial, y así nació Travis Bickle. Una historia alucinante de soledad extrema y venganza equivocada, Taxi Driver es la historia de un hombre intentando sacarse a sus demonios con actos de violencia bíblica.

Schrader le vendió su guion a los productores independientes Julia y Michael Phillips, quienes no se mostraban muy interesados en soltárselo a Scorsese a pesar de su interés por dirigirla. En ese momento el director de 29 años sólo tenía dos filmes a su nombre: el encatador pero deshilvanado Who’s That Knocking At My Door (1967) y la película de explotación Boxcar Bertha (1972), y ninguno de ellos fue un hitazo. Pero en 1973 Mean Streets explotó en la pantalla, y con ella De Niro, quien apenas un año después se embolsó un Oscar por The Godfather Part II. El verano de 1975 era el momento perfecto: Scorsese estaba que ardía, De Niro todavía más, y Nueva York —donde se desarrolla la historia— era la más candente de todos, con una ola de calor tan sofocante que cocía la basura que se apilaba en las calles porque los barrenderos estaban en huelga.

Si el hedor de Manhattan durante ese verano era malo, no era todo lo que se estaba pudriendo en la Gran Manzana. Times Square y sus alrededores eran una zona a la que no debías
ir, especialmente durante la noche, porque estaba atascada de padrotes, prostitutas, narcomenudistas y drogadictos.

La economía de Estados Unidos también sufría y la resaca de la guerra de Vietnam pesaba sobre la nación. Las condiciones eran perfectas para que llegara Bickle, el hombre solitario de dios.

Bickle, de 26 años, dependiente del alcohol y la pornografía, se aísla de la sociedad en su auto (¿te suena familiar?), excepto por los clientes que usan su asiento trasero para depositar diferentes fluidos corporales. Scorsese trató al interior del taxi como un conjunto de pantallas de cine, forzando a Bickle a mirar el horror por el parabrisas y pornografía en el retrovisor 12 horas al día, seis días a la semana, todo con una música esquizofrénica de Bernard Herrmann: parte lamento sórdido de sax, parte tensión estruendosa.

Para acompañar el descenso de Bickle de ineptitud social a psicopatía con pistolas, Schrader y Scorsese enlistaron a una horda de personajes inescrutables: la Betsy de Cybill Shepherd, el blanco del intento de Bickle de “convertirse en una persona como las demás”, es imposible de leer hasta que la invita a una cita catastrófica; cuando Bickle casi ruega literalmente que le ayude, el otro taxista Wizard (Peter Boyle) suelta una mierda sin sentido, y la prostituta de 12 años Iris (Jodie Foster) no corre a aceptar la oferta de Bickle para su salvación. Las personas son criaturas complejas y frustrantes. 

Mientras tanto nuestra visión del mundo de Bickle, vista a través de sus ojos con la cámara inquieta de Scorsese, se distorsiona y desajusta: cámara lenta y tomas de ángulos altos, acercamientos abstractos y una edición abrupta representan un alma fracturada. Y luego el mismo Scorsese aparece en la parte trasera del taxi de Bickle, hablando sobre cómo una Magnum .44 podría ser la respuesta a todos sus problemas.

Dirigiendo aun mientras actuaba, Scorsese pone a Bickle en dirección a su retorcido destino, y nos guste o no, estamos en el mismo viaje. Nos han sumergido tanto que para este momento la empatía y hasta la compasión son inevitables.

Considerando lo convincente que es Taxi Driver para crear un mundo donde puede surgir un Travis Bickle, no es de sorprender que se volviera un ícono para la descontenta juventud de Estados Unidos que hacía fila fuera de los cines (John Hinckley, quien trató de asesinar a Ronald Reagan en 1981, dijo que estaba obsesionado con el filme). Era su símbolo de una masculinidad reclamada y su reto al sistema; el autoproclamado “lluvia verdadera” que se graduó de lavar las venidas en su asiento a la gente mierda de las calles. Haciendo referencia a otro ícono cultural del vigilantismo estadounidense —Batman— Travis Bickle fue el héroe que el país se merecía, pero no el que necesitaba justo en ese momento.