La última escena: ‘Citizen Kane’, de Orson Welles

Citizen Kane (1941), de Orson Welles, tiene uno de estos: Hay finales que se van contigo, te siguen y no permiten que la cinta termine jamás. Aquí se revisan finales que se quedan para siempre en ti.

Por Eduardo Navarrete

Cuando Frederic Remington llegó a Cuba en 1897 con la misión de cubrir la guerra entre España y Estados Unidos, y se dio cuenta que no había tal conflicto, telegrafió a William Randolph Hearst con el objetivo de solicitar permiso para regresar. Hearst respondió: “Tú haz las imágenes y yo hago la guerra”.

50 años más tarde aparecería en escena el prodigio de Orson Welles. Nadie le entendió a la radio como él. Y gracias a ello, en muy poco tiempo, Welles y su equipo teatral se mudarían a Hollywood con el reto de hacer una producción inspirada en Hearst, el magnate de los medios impresos sensacionalistas. 1939 era una auténtica ebullición en Hollywood: Samuel

Goldwyn filmaba Wuthering Heights. MGM lanzaba El mago de Oz y Lo que el viento se llevó. Pero lo que la gente en realidad quería ver era la megaproducción de un joven neoyorquino de 24 años, Orson Welles, a quien RKO acababa de fichar y le daba completa libertad creativa, algo inusitado, incluso para los grandes de la época.

Citizen Kane aborda la necia búsqueda del poder a costa —o a partir— de los huecos básicos en el alma, esos para los cuales no existe cuenta bancaria que sufrague los costos.

Probablemente por eso tuvo tal impacto, porque un imberbe recién desempacado en Hollywood tomó la producción, la dirección, el guion y el protagónico de una afrenta a uno de los detentores más emblemáticos de poder en la época. Y jugó a hablar en serio.

Hay una pista reveladora al respecto en el minuto 13:45 de la cinta. Hablar de un caballo al que se apostó y no ganó, pero, por encima de todo, no saber cuál era la carrera, refiere una perfecta alegoría de lo que le pasó a Kane.

“Rosebud”, en realidad, no explica misterio alguno; sin embargo, sirve como un suspiro para subrayar que nada puede ni debe ser explicado. Al menos no de manera burda.

En un bodegón inmenso, como sólo el ego puede tenerlo, aparecen los involucrados del seguimiento de la investigación, haciéndose una sola pregunta: “¿Qué hemos estado haciendo?”.

La respuesta: “Jugando con un rompecabezas”. Luego se sugiere lo que verás al final: si tan

sólo tuviéramos acceso a la pieza que falta, esa que pudiera sugerir el significado de Rosebud, el rompecabezas estaría completo.

Kane tuvo lo que quiso y lo perdió. Por eso es que Rosebud trasciende una posesión material. Y, sí, una palabra no va a explicar la vida de un hombre, pero puede ofrecer un indicio de su más grave omisión.

El trineo es el indicio, pero de ninguna manera el significado. Rosebud, más bien, hace las veces de sinécdoque, se comporta como una parte del todo: la pieza del rompecabezas que por sí misma es el rompecabezas.

Y hay algo aún más sutil. Rosebud, susurrada al inicio de la cinta a modo de lamento, parece apuntar a un estado de impotencia. Esa que lo cubre a uno tan bien cuando es enfrentado con la impermanencia. Voltear a ver aquello en lo que fue invertida tu vida, debe tener su dosis de dramatismo.

Sufrimos porque nos identificamos con aquello que no somos y nos tratamos de apropiar de aquello que no puede poseerse.

Todos tendremos nuestro momento Rosebud. Un pequeño juicio final como el que Kane ilustra y que podría servir para, finalmente, por las buenas o las malas, soltar cualquier apego que haya por esta vida (y por lo que sea).

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