Neruda













Ver la cinta biográfica de Pablo Neruda es como leer uno de sus poemas, no sólo porque su protagonista, interpretado por Luis Gnecco, recita más de una vez – y con profundo lamento– “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” y otras piezas del poeta chileno. Si parece que Pablo se posesionó de Neruda (y de su director, Pablo Larraín) es porque sus versos se filtran en varios aspectos de la película, lo que resulta en un relato emocionante, con ritmo y belleza.

Esto se percibe desde el guion de Guillermo Calderón, quien rinde tributo a Neruda a partir de uno de los géneros novelescos preferidos del escritor, el policiaco. Es por eso que la historia de ficción se concentra en los años en que el Premio Nobel de Literatura fue perseguido por el gobierno chileno debido a su afinidad con el Partido Comunista, encrucijada encabezada por Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), Director General de la Policía de Investigaciones.

Pero encontrar al fugitivo no es la única responsabilidad del inspector, Calderón y Larraín lo convierten en el narrador de esa persecución para dar pie a un juego de voces –a veces Peluchonneau desde un punto lejano, a veces todos los personajes en medio de los hechos– pero sobre todo para enfatizar un rasgo en común y a la vez debilidad de los dos protagonistas, el narcisismo: ¿quién escribe a quién?, ¿cuál de los dos es el personaje central y cuál el secundario?, ¿quién se convertirá en testigo de la muerte del otro?

Mientras intentamos resolver esas preguntas y vemos qué tan lejos o cerca está Peluchonneau de su presa, Larraín coloca roles y escenarios para guiarnos por el contexto sociopolítico de la época y esbozar la figura de Pablo, a quien no ensalza, de hecho se apoya de esas situaciones para mostrar sus contradicciones y vanidades. A esto se suma la actuación de Gnecco, cuyos gestos nos hacen dudar de la coherencia y compromiso del autor de “Las Masacres”.

Por su parte, cada aproximación al poeta es una lección para Peluchonneau, no sólo en su rol de policía, pues poco a poco tiene mayor conciencia de las habilidades de Neruda para huir; también es un avance para él como narrador, es evidente cómo transforma su básica narrativa en líneas compleja, dignas de un literato. La entonación atinada de García Bernal no sólo permite que esas palabras del vigilante se claven en nuestra memoria con un acento pulcramente chileno, incluso logra que nos olvidemos que no le va bien el bigote de Tin-Tan.

La prosa del poeta no sólo se hace presente en la construcción del relato o en los diálogos recitados, la fotografía de Sergio Amstrong suma a esa labor con sus colores fríos que realzan la belleza tanto de las escenas sombrías de interiores, como los cuadros urbanos de Chile a finales de los cuarenta y, para cerrar con broche de oro el filme, el paisaje nevado de los tamarugos chilenos.

Quizá la sensación de que hay unos minutos demás en el largometraje son los causantes de que Larraín no llegue a la perfección con Neruda. Pero está muy cerca de lograrlo, sólo basta con siga el consejo de uno de sus personajes de esta cinta: “Para escribir bien hay que saber borrar”.